Centrarse en el Padre — Llenar y derramar

La felicidad y la alegría tienen su origen en la vida interior. No podéis experimentar una verdadera alegría completamente solos. [Documento 111:4.7, página 1220.6]

Esta enseñanza tiene dos partes, como dos pliegues de la misma tela. La vida interior vibra con las frecuencias de la psique y el espíritu. Nuestro conjunto de actitudes espirituales (fe, olvido de uno mismo, gratitud, paciencia, tolerancia, perdón, etc.) determina nuestra perspectiva y estado de ánimo, y si armonizamos nuestras frecuencias psíquicas y espirituales, vibramos con amor.

La felicidad y la alegría son los frutos de las relaciones amorosas, la recompensa otorgada a las personas reales que desean hacer un bien real a los demás. Y hay personas espirituales reales que desean compartir nuestra vida interior, disponibles para todos nosotros según nuestra capacidad de recepción, nuestra voluntad de alinear nuestras frecuencias mentales y permitir que nuestros pensamientos se ajusten espiritualmente. Al fin y al cabo, hay una prepersona divina que habita en tu vida interior, un fragmento de Dios rebosante del santo deseo de hacerte el bien, de compartir la abundancia espiritual de felicidad y alegría que reside (y resuena) en el circuito de lo divino.

El alma es pura, es el depósito divinamente curado de la verdad, la belleza y la bondad adquiridas personalmente. No importa la escoria y el error acumulados del propio ser material, el alma inmortal permanece incorrupta. Es el rescoldo de amor que ahuecamos en manos frágiles, temerosos de que pueda ser apagado por los vientos de la adversidad y la traición. No es cierto. El Padre de las Luces nos alumbra con esa luz; ni el hombre ni ninguna ángel se oponen al Poder Todopoderoso implantado en el alma. Así que, relajados en la fe y la confianza, abrimos de par en par la santa abertura para que la brillante divinidad fecunde nuestra alma en crecimiento y su radiante amor brille sobre nuestros semejantes.

La verdadera felicidad y alegría que experimentamos es siempre una experiencia compartida. Cuando deseamos hacer el bien a nuestros amigos espirituales, hacemos realidad el amor mutuo en nuestra vida interior; cuando deseamos hacer el bien a nuestros amigos humanos, también hacemos realidad el amor mutuo en nuestra vida interior, que se derrama en nuestra vida exterior. Llena hasta que se derrame.